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Documento BOE-T-1993-1244

Sala Primera. Sentencia 223/1992, de 14 de diciembre de 1992. Recurso de amparo 653/1989. Contra Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo, que casó Sentencia anterior de la Audiencia Territorial de Barcelona, dictada, en vía de apelación, en autos procedentes del Juzgado de Primera Instancia núm. 2 de Girona sobre protección del derecho al honor por indebida ponderación de dicho derecho, desde la perspectiva de la reputación profesional, con la libertad de información.

Publicado en:
«BOE» núm. 16, de 19 de enero de 1993, páginas 37 a 40 (4 págs.)
Sección:
T.C. Suplemento del Tribunal Constitucional
Departamento:
Tribunal Constitucional
Referencia:
BOE-T-1993-1244

TEXTO ORIGINAL

La Sala Primera del Tribunal Constitucional, compuesta por don Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer, Presidente; don Fernando García-Mon y González-Regueral, don Carlos de la Vega Benayas, don Vicente Gimeno Sendra, don Rafael de Mendizábal Allende y don Pedro Cruz Villalón, Magistrados, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY

la siguiente

SENTENCIA

En el recurso de amparo núm. 653/89, interpuesto por don Jeromí Moner Codina, representado por don Juan Corujo López-Villamil y, tras su fallecimiento, por don Luis Suárez Migoyo y asistido del Letrado don Joan Geli Rissech contra la Sentencia que el 2 de marzo de 1989 dictó la Sala Primera del Tribunal Supremo, ha comparecido el Procurador de los Tribunales don Federico J. Olivares Santiago en nombre y representación de don Salvador Boix

Carreras, asistido del Letrado don Juan Pérez de la Barreda, así como el Ministerio Fiscal y ha sido Ponente el Magistrado don Rafael de Mendizábal Allende, quien expresa el parecer de la Sala.

I. Antecedentes

1. El 11 de abril de 1989 tuvo entrada en el Registro de este Tribunal un escrito de don Juan Corujo López-Villamil, Procurador de los Tribunales, que en nombre y representación de don Jeromí Moner Codina interpuso recurso de amparo contra la Sentencia arriba mencionada. En la demanda se nos cuenta que en el periódico de información comarcal «Punt Diari» de Girona correspondiente al día 29 de enero de 1986 y en la Sección denominada «Tribuna libre», se publicó un suelto o artículo periodístico firmado por don Salvador Boix Carreras, presidente del Círculo de Católicos de Banyoles, titulado «El caso del del Círculo de Católicos: una ristra de contrasentidos» que contenía afirmaciones referidas al hoy demandante, arquitecto, cuyo tenor literal dice así:

«...si se magnífica el derrumbamiento, ha posibilidades de declarar el edificio en estado de ruina y, automáticamente, la ley concede el desahucio del círculo. El camino a seguir por el propietario es clarísimo. Se encarga la dirección de la obra al Sr. Jeromí Moner, conocido arquitecto residente en Banyoles que en el año 1977 dirigió, por cuenta del propietario del local y a instancias del círculo de Católicos, las obras de reparación total del tejado que ha sufrido el desplome. Ahora este mismo técnico informa de la solicitud cursada por el propietario pidiendo la declaración de ruina del mismo edificio, y por causa de la misma techumbre de cuya restauración él tuvo la responsabilidad. Mientras tanto, bajo su dirección se encauza un aparatoso montaje teatral ‒concordante con la sala del teatro‒ de andamios y laberintos de tela metálica que serían la envidia de cualquier circo. Además, y como medida de seguridad ¡claro está!, se pide permiso al Ayuntamiento para desmontar otra viga maestra que ahora resulta que no tiene suficiente sustentamiento en la pared lateral. Desmontarla, no afirmarla ni asegurarla con un lógico apuntalamiento. Desmontarla, que quiere decir ir ampliando el volumen de la obra derribada, y además ampliar también la licencia de obras con el consiguiente plazo de tiempo... Y ya estamos en el invierno. Y el tejado sin cubrir. Y el Ayuntamiento sin decir esta boca es mía. Todo el mundo quieto. Excepto el propietario que irá confeccionando solicitudes para "asegurar la obra» ‒o asegurársela que no es lo mismo‒. La jugada es clarísima, manifestaciones del arquitecto de obra difícil al Punt Diari con espectaculares fotografías de primera página. Y mentalización de la opinión pública. El agua a su molino...».

Don Jeromí Moner formuló demanda incidental sobre protección del derecho al honor contra el autor del artículo periodístico ante el Juzgado de Primera Instancia núm. 2 de Girona, cuyo titular dictó Sentencia el 27 de junio de 1986, desestimando íntegramente la demanda. Contra aquella decisión judicial se interpuso recurso de apelación por el sedicente agraviado ante la Audiencia Territorial de Barcelona que se pronunció el 10 de julio de 1987, en el sentido de considerar que se había producido una intromisión ilegítima en el honor del demandante, condenando al autor del artículo periodístico a indemnizarle en la cantidad de 400.000 pesetas. Contra esta Sentencia se planteó recurso de casación por don Salvador Boix Carreras ante la Sala Primera del Tribunal Supremo que lo resolvió el 2 de marzo de 1989, dando lugar a! mismo.

El demandante alega que la Sentencia impugnada vulnera su derecho al honor, garantizado por el art. 18.1 de la Constitución, yo que dicha Sentencia reconoce que «existen serías imputaciones» pero llega a la conclusión de que tales imputaciones afectan solamente al prestigio profesional y no al honor. Es muy problemático ‒se nos dice‒ que pueda disociarse lo que sería «la estimativa o prestigio profesional» del «honor propiamente entendido» y más en un supuesto como el presente, teniendo en cuenta además que tal distinción entraña una quiebra drástica de la línea seguida por el propio Tribunal Supremo sobre esta cuestión, en la que se ha venido proclamando la trascendencia del honor no sólo en el ámbito íntimo sino también en el familiar y «socioprofesional». Se invocan al respecto las Sentencias de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 23 de marzo de 1987, 22 de octubre de 1987 y 30 de marzo de 1988 para concluir que las afirmaciones vertidas no sólo suponen un demérito profesional sino también una abyección o bajeza moral. Por otra parte, y aun admitiendo como simple hipótesis que fuera posible disociar ambos campos, considera que el que se haya lesionado el prestigio profesional no excluye que también haya existido una lesión del honor. El propio Tribunal Supremo en su Sentencia afirma que las imputaciones «más afectan a la estimativa o prestigio que al honor propiamente entendido», con lo cual parece admitir que también se lesiona el derecho al honor, aunque en menor grado que al prestigio profesional. En consecuencia, solicita que se declare la nulidad de la Sentencia impugnada y se confirme la dictada en apelación.

2. La Sección Primera, en providencia de 22 de mayo de 1989, acordó admitir la demanda de amparo y solicitar la remisión de las actuaciones obrantes en el Tribunal Supremo, en la Audiencia Territorial de Barcelona y en el Juzgado núm. 2 de Girona, así como que se emplazará a quienes fueron parte en el proceso. Una vez recibidos los autos, la Sección, en providencia de 9 de octubre, tuvo por personado y parte a don Federico José Olivares Santiago, en nombre y representación de don Salvador Boix Carreras, abriendo un plazo común de veinte días, con vista de las actuaciones, para que las partes y el Ministerio Fiscal pudieran formular las alegaciones que estimaren procedentes.

3. Así lo hizo el Fiscal, para el que se está en presencia de la colisión del derecho al honor y el derecho a la información, por lo cual procede pasar al análisis del supuesto concreto a la luz de los criterios establecidos en la STC 107/1988. Considera en primer lugar que se trata de un aspecto del derecho a la información y no de la libertad de expresión en la medida en que se imputan al demandante una serie de hechos o conductas que no son ciertos, ya que no fue él, y así se ha probado, quien se encargó de la primera y defectuosa reparación, no habiéndose aportado dato alguno para adverar la supuesta connivencia con el propietario, sin que por otra parte el aludido tenga relevancia pública alguna. El contenido esencial del derecho fundamental al honor personal del recurrente no ha quedado debidamente tutelado por la Sentencia impugnada, tal como ha sido delimitado por la Ley Orgánica 1/1982, y en particular por su art. 7.7, donde se define lo que es una intromisión ilegítima en aquél como la que difame a una persona o la haga desmerecer en el concepto público. En efecto, se admite que ha sido desacreditado el demandante, sin lesionar su honor y sí tan sólo su prestigio profesional, que no es un derecho fundamental sino un mero derecho de la personalidad tutelable por el art. 1.902 del Código Civil. Esta distinción entre el desmerecimiento del prestigio profesional y el honor personal no es de recibo. Ambos forman parte del contenido esencial del derecho fundamental garantizado en el art. 18.1 de la Constitución, tanto por su naturaleza jurídica (Sentencia del Tribunal Supremo de 7 de febrero de 1962) como por los intereses protegidos, ya que también desde esta óptica hay que entender el prestigio profesional como uno de aquellos que la ley protege, al sancionar el desmerecimiento en la consideración ajena sin matices. Por ello, opina que la Sentencia del Tribunal Supremo impugnada conculca el contenido esencial del derecho al honor y que debe estimarse el amparo.

El demandante se remite en su escrito de alegaciones a lo ya dicho en la demanda, insistiendo en el carácter vejatorio y en la falsedad del artículo, mientras que el autor de éste rechaza que se intente convertir el amparo en una nueva instancia judicial para revisar la Sentencia del Tribunal Supremo y, por otra parte, considera correcta la distinción que contiene entre derechos fundamentales y derechos de la personalidad, siendo el honor profesional uno de éstos, protegido por el art. 1.902 del Código Civil, sin olvidar que aun cuando se admitiera que el prestigio profesional está comprendido en el derecho al honor, este derecho debe ser ponderado a su vez con la libertad de expresión que es prevalente (SSTC 168/1986 y 107/1988), por lo que pide la desestimación del recurso de amparo.

4. En providencia de 12 de noviembre de 1992, la Sala fijó el día 16 de los corrientes para la deliberación y fallo, en que se inició dicho trámite, finalizando el día de la fecha.

II. Fundamentos jurídicos

1. La Constitución española reconoce y protege los derechos «a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones» así como «a comunicar y recibir libremente información» a través de la palabra por de pronto y también a través de cualquier otro medio de difusión (art. 20 C.E.). Por su parte, el Tratado de Roma de 1950 les dedica su art 10, según el cual «toda persona tiene derecho a la libertad de expresión», con las dos subespecies a las que luego hemos de aludir necesariamente, a cuya luz han de ser interpretadas las propias normas constitucionales relativas a los derechos y libertades fundamentales (art 10 C.E. y STC 138/1992). Conviene anticipar aquí que el contenido de los dos textos que encabezan este grupo normativo coinciden sustancialmente, sin que pueda apreciarse la menor contradicción entre ellos.

Una disección analítica de las normas de la Constitución y del Tratado más arriba invocadas pone de manifiesto que en ellas se albergan dos distintos derechos por su objeto y a veces por sus titulares. En efecto, por una parte se configura la libertad de pensamiento o ideológica, libertad de expresión o de opinión, mientras por otra parte se construye el derecho de información en una doble dirección, comunicarla y recibirla. El objeto en un caso es la idea y en el otro la noticia o el dato. Esta distinción, fácil en el nivel de lo abstracto, no es tan nítida en el plano de la realidad donde ‒como otras semejantes, por ejemplo hecho y Derecho‒ se mezclan hasta confundirse. En este caso así ha ocurrido desde el principio, si se observa que el Juez de Primera Instancia de Girona enfocó el problema desde la libertad de expresión, mientras la Audiencia Territorial de Barcelona lo hacía desde el derecho de información.

En tal sentido se ha pronunciado este Tribunal Constitucional desde antiguo y ha intentado delimitar ambas libertades, aun con todas las dificultades que en ocasiones conlleva la distinción entre información de hechos y valoración de conductas personales, por la íntima conexión de una y otra, ya que «esto no empece a que cada una tenga matices peculiares que modulan su respectivo tratamiento jurídico, impidiendo el confundirlas indiscriminadamente» (STC 6/1988). Años después, insistíamos en la tesis de que la libertad de expresión tiene por objeto pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio en el cual deben incluirse también los juicios de valor. El derecho a comunicar y recibir libremente información versa en cambio sobre hechos notificables y aun cuando no es fácil separar en la vida real aquélla y éste, pues la expresión de ideas necesita a menudo apoyarse en la narración de hechos y, a la inversa, ésta incluye no pocas veces elementos valorativos, lo esencial a la hora de ponderar el peso relativo del derecho al honor y cualquiera de estas dos libertades contenidas en el art. 20 de la Constitución es detectar el elemento preponderante en el texto concreto que se enjuicie en cada caso para situarlo en un contexto ideológico o informativo (STC 6/1988).

2. Es evidente que estos dos derechos o libertades no tienen carácter absoluto aun cuando ofrezcan una cierta vocación expansiva. Un primer límite inmanente es su coexistencia con otros derechos fundamentales, tal y como se configuren constitucionalmente y en las leyes que lo desarrollen, entre ellos ‒muy especialmente‒ a título enunciativo y nunca numerus clausus, los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen. Así se expresa el párrafo cuarto del art. 20 de nuestra Constitución. En definitiva, el límite último de toda libertad se encuentra en el Código Penal, donde se marca el nivel mínimo de exigencias para la convivencia social. Aquí la colisión se predica del derecho al honor, aun cuando como premisa mayor del razonamiento jurídico haya que esclarecer cuál de ambas libertades, trenzadas a veces inextricablemente, ha sido la protagonista porque las consecuencias son muy diferentes en cada caso si se recuerda que además de los límites extrínsecos, ya indicados atrás y comunes para una y otra, la que tiene como objeto la información está sujeta a una exigencia específica intrínseca.

Desde esta perspectiva se ha dicho ya, una y otra vez, que «mientras los hechos por su materialidad son susceptibles de prueba, los pensamientos, ideas, opiniones o juicios de valor no se prestan, por su naturaleza abstracta, a una demostración de su exactitud» (STC 107/1988). Tal diferencia conlleva que la libertad de expresión carezca del límite intrínseco que constitucionalmente se marca al derecho de información, consistente en la veracidad. Esta exigencia no significa que en el supuesto de error se prive de toda protección al informador, sino que se le impone la carga de un específico deber de diligencia, a quien se puede y se debe exigir que los hechos se contrasten con datos objetivos, se comprueben en suma por otras fuentes o cauces. El derecho de todos a la información veraz, del cual son titulares los ciudadanos y los profesionales de los medios, sería defraudado si éstos actuaren eventualmente con menosprecio de la realidad de los datos. «El ordenamiento ‒dijimos ya‒ no presta su tutela a quien comunica como hechos simples rumores, o peor a meras insinuaciones insidiosas» (SSTC 6/1988 y 105/1990).

Pues bien, la lectura atenta y sosegada del texto publicado en el «Punt Diari» el 29 de enero de 1986 bajo la firma de don Salvador Boix Carreras deja meridianamente claro que la finalidad principal del autor es la crítica de una cierta actividad municipal, cuya carga de profundidad se pone en la acusación de que ha existido una confabulación entre el Ayuntamiento y el propietario de cierto inmueble para declararlo en ruina. Todo ello en principio pudiera estar dentro de una lícita libertad de expresión desde el momento en que se hace a través de un periódico, su contenido consiste en una opinión, cualesquiera que fuere su sentido, el objeto es una manifestación concreta de la política local y los destinatarios (los miembros de la Corporación y por conexión el particular directamente implicado) ofrecen una relevancia pública evidente. Sin embargo, el análisis no termina ni puede terminar ahí. La cuestión es más compleja y para desentrañarla hay que seguir leyendo.

En efecto, en ese esquema dialéctico aparece de pronto una figura distinta del Ayuntamiento y el propietario, a quien se achaca, como copartícipe del contubernio, de esa «clarísima jugada» «para llevar el agua a su molino», una serie de hechos concretos. Veamos cuáles. «Se encarga la dirección de la obra al Sr. Moner... que en el año 1977 dirigió... las obras de reparación total del tejado que ha sufrido el desplome. Ahora ese mismo técnico informa de la solicitud pidiendo la declaración de ruina y por causa de la misma techumbre de cuya restauración él tuvo la responsabilidad»... «bajo su dirección se encauza un aparatoso montaje teatral de andamios y laberintos de tela metálica que sería la envidia de cualquier circo». «Además y como medida de seguridad ¡claro está! se pide permiso al Ayuntamiento para desmontar otra viga maestra que ahora resulta que no tiene suficiente sustentamiento en la pared...» «manifestaciones del arquitecto de obra difícil...». La transcripción del texto refleja que, respecto del técnico contiene en proporción mayoritaria un relato que pretende ser objetivo y ofrecer como datos de la argumentación un conjunto de acaecimientos. Por tanto, para el sedicente ofendido se está en el campo del derecho a la información, aun cuando desde la perspectiva de los demás pudiera ser prevalente la libertad de expresión. En el carácter accidental e incidental, marginal en suma, de la alusión al señor Moner respecto del planteamiento general del artículo periodístico, hemos de situar el énfasis, porque la colisión de derechos tiene un aspecto subjetivo ‒el titular de cada uno de ellos‒ que no cabe ignorar. Así pues, el elemento preponderante aquí es el informativo.

3. Presenciamos, pues, el choque frontal de dos derechos fundamentales, el que tiene como contenido la libertad de informar y aquel otro que protege el honor, desde cuya perspectiva unilateral, ahora, en una segunda fase del análisis conviene a nuestro propósito averiguar cuál sea su ámbito. En una primera aproximación no parece ocioso dejar constancia de que en nuestro ordenamiento no puede encontrarse una definición de tal concepto, que resulta así jurídicamente indeterminado. Hay que buscarla en el lenguaje de todos, en el cual suele el pueblo hablar a su vecino y el Diccionario de la Real Academia (edición 1992) nos lleva del honor a la buena reputación (concepto utilizado por el Tratado de Roma), la cual ‒como la fama y aun la honra‒ consisten en la opinión que las gentes tienen de una persona, buena o positiva si no van acompañadas de adjetivo alguno. Así como este anverso de la noción se da por sabido en las normas, éstas en cambio intentan aprehender el reverso, el deshonor, la deshonra o la difamación, lo infamante. El denominador común de todos los ataques o intromisiones legítimas en el ámbito de protección de este derecho es el desmerecimiento en la consideración ajena (art. 7.7 L.O. 1/1982) como consecuencia de expresiones proferidas en descrédito o menosprecio de alguien o que fueren tenidas en el concepto público por afrentosas.

Todo ello nos sitúa en el terreno de los demás, que no son sino la gente, cuya opinión colectiva marca en cualquier lugar y tiempo el nivel de tolerancia o de rechazo. El contenido del derecho al honor es lábil y fluido, cambiante y en definitiva, como hemos dicho en alguna ocasión, «dependiente de las normas, valores e ideas sociales vigentes en cada momento» (STC 185/1989). En tal aspecto parece evidente que el honor del hidalgo no tenía los mismos puntos de referencia que interesan al hombre de nuestros días. Sí otrora la honestidad y recato de las mujeres (según perdura todavía en una de las acepciones del Diccionario) era un componente importante, al igual que el valor o coraje del varón, hoy como ayer son la honradez e integridad el mejor ingrediente del crédito personal en todos los sectores. Desde entonces hasta ahora el trabajo ha ido ganando terreno, desde una concepción servil a una consideración máxima en el orden de los valores sociales.

En esa evolución ascensional el punto de inflexión lo marca el Real Decreto que el 25 de febrero de 1834 dirige la Reina Gobernadora doña M.ª Cristina, en nombre de su amada Hija la Reina doña Isabel II, al Secretario del Despacho de Fomento don Javier de Burgos. «Informada de que algunas profesiones industriales se hallan aún degradadas en España», a pesar de la pragmática de Carlos III recogida en la Novísima Recopilación (Ley 8.ª, Título 23, Libro VIII), manda y declara que «todos los que ejerzan artes u oficios mecánicos por sí o por medio de otros, son dignos de honra y estimación, puesto que sirven útilmente al Estado», por lo que desde ahora pueden obtener cargos públicos, honores y distinciones. Casi un siglo después, la Constitución de 1931 definiría a España como una «República de trabajadores de todas clases» y hoy la nuestra configura el trabajo con la doble vertiente del deber y del derecho (art. 35.1 CE).

Cuanto queda expuesto atrás viene a cuento para poner de manifiesto algo por lo demás obvio y es que el trabajo, para la mujer y el hombre de nuestra época, representa el sector más importante y significativo de su quehacer en la proyección al exterior, hacia los demás e incluso en su aspecto interno es el factor predominante de realización personal. La opinión que la gente pueda tener de cómo trabaja cada cual resulta fundamental para el aprecio social y tiene una influencia decisiva en el bienestar propio y de la familia, pues de él dependen no ya el empleo o el paro sino el estancamiento o el ascenso profesional, con las consecuencias económicas que le son inherentes. Esto nos lleva de la mano a la conclusión de que el prestigio en este ámbito, especialmente en su aspecto étipo o deontológico, más aún que en la técnica, ha de reputarse incluido en el núcleo protegible y protegido constitucionalmente del derecho al honor.

A esta conclusión se llega, desde una vía más aséptica, si se repara en que la Ley Orgánica que lo desarrolla, norma actual pues, donde se incorporan explícita o implícitamente los valores sociales de hoy, no contiene distinción alguna de facetas de la actividad ni tampoco excluye ninguna de su tutela. La divulgación de cualesquiera expresiones o hechos concernientes a una persona que la difamen o hagan desmerecer en la consideración ajena o que afecten negativamente a su reputación y buen nombre (art. 7.3 y 7 L.O. 1/1982) ha de ser calificada como intromisión ilegítima en el ámbito de protección del derecho al honor. En el mismo sentido se pronunció, antes y después de la Constitución, la doctrina legal del Tribunal Supremo, con el valor normativo complementario que le asigna el Código Civil (art. 1.6), acervo jurisprudencial que tiene su punto de arranque en la Sentencia de 17 de febrero de 1972, a la cual siguieron otras muchas, donde se incluye el prestigio profesional en el derecho al honor. La Sentencia impugnada rompe aisladamente tal concepción, con un razonamiento jurídico por lo demás conciso, sin haber tenido seguidoras en esa tendencia que pretendía iniciar. Desde este punto de vista podría incluso plantearse la vulneración del principio de igualdad en la aplicación de la Ley (art. 14 C.E.), aunque parezca preferible prescindir de este aspecto de la cuestión, no necesario ya para la resolución del recurso de amparo, por no haberlo alegado el demandante en ningún momento.

Ahora bien, cualquier crítica a la pericia profesional no puede ser considerada automáticamente como un atentado a la honorabilidad personal. Hay aspectos de la actividad profesional que son ajenos a tal derecho, aun cuando tampoco esa posibilidad pueda llevarnos, como hemos dicho recientemente, «a negar rotundamente, como se hace en cambio en la Sentencia del Tribunal Supremo impugnada, que la difusión de hechos directamente relativos al desarrollo y ejercicio de la actividad profesional puedan ser constitutivos de una intromisión ilegítima en el derecho al honor cuando excedan de la libre crítica a la labor profesional, siempre que por su naturaleza, características y forma en que se hace la divulgación la hagan desmerecer en la consideración ajena de su dignidad como persona» (STC 40/1992).

4. Una vez despejadas las dos incógnitas previas, que no eran sino la identificación de la libertad en juego y el contenido del derecho que le sirve de límite, el paso siguiente habría de ser la ponderación de una y otro, sin olvidar su distinto peso específico. En efecto, la libre comunicación y la no menos libre recepción de información se configura en principio como un derecho fundamental de la ciudadanía, aun cuando con talante instrumental de una función que garantiza la existencia de una opinión pública también libre, indispensable para la efectiva consecución del pluralismo político como valor esencial del sistema democrático. Así lo hemos reconocido y proclamado, con unas u otras palabras, en más de una ocasión (SSTC 6/1981, 104/1986, 165/1987 y 107/1988, entre otras). El análisis comparativo ha de hacerse atendiendo a las circunstancias concurrentes en cada caso, con tres criterios convergentes, el tipo de libertad ejercitada, el interés general de la información y la condición pública o privada del ofendido.

Ahora bien, la tensión dialéctica entre la libertad de información y el derecho al honor, vista con la perspectiva de la Sentencia objeto de este proceso, se supera por la volatilización de uno de sus términos. Efectivamente, en ella se delimita el concepto del honor con un criterio restrictivo, desgajando de su núcleo protegible o contenido esencial la reputación profesional, que se degrada de derecho fundamental a derecho de la personalidad, simple derecho subjetivo, sin virtualidad para servir de frontera a cualquiera de las dos libertades, expresión en esas sus dos modalidades. Haciéndolo así se elimina uno de los dos elementos en oposición y, por tanto, resulta superfluo, en un tal planteamiento, pasar a un análisis comparativo.

En consecuencia, el Tribunal Supremo no entró a revisar, en sede casacional, como se le había pedido, si el peso relativo de ambos derechos, la ponderación en suma, que habían efectuado la Audiencia Territorial y el Juez de Primera Instancia, una y otro dentro de distintas coordenadas, estaban bien o mal en un contexto constitucional, aun cuando contenga alguna valoración fragmentaria. En efecto, al principio se habla de «serias imputaciones» para reconocer luego que «afecta» al prestigio profesional más que al honor. La naturaleza subsidiaria de esta vía de amparo no nos permite sustituir directamente el juicio debido pero no formulado por la Sala Primera del Tribunal Supremo, a quien por tanto es necesario reenviarle la cuestión para que, teniendo en cuenta que el derecho al honor comprende la reputación profesional, se pronuncie sobre su eficacia, en este caso concreto, como eventual límite de la libertad de información.

FALLO

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA,

Ha decidido

1. Otorgar el amparo pedido.

2. Reconocer el derecho al honor del demandante y, en consecuencia,

3. Declarar nula la Sentencia que la Sala Primera del Tribunal Supremo dictó el 2 de marzo de 1989, reponiendo las actuaciones al momento de la deliberación, votación y fallo para que se dicte una nueva.

Publíquese esta Sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».

Dada en Madrid, a catorce de diciembre de mil novecientos noventa y dos.‒Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer.‒Fernando García Mon y González Regueral.‒Carlos de la Vega Benayas.‒Vicente Gimeno Sendra.‒Rafael de Mendizábal Allende.‒Pedro Cruz Villalón.‒Firmado y Rubricado.

 

 

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